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Viajar Solo por Sudamérica: Amistades Inesperadas en el Desierto de Atacama

Lydia Spencer Elliott recorría sola el desierto chileno y lo que menos esperaba era encontrar una nueva amiga. Descubre cómo un encuentro casual se convirtió en largas sobremesas, curiosos souvenirs y una fuerte conexión entre dos viajeras.

La decisión de viajar sola como mujer es complicada. En términos sociales, es incómoda. En cuanto al tamaño de la maleta, es la peor pesadilla de quienes preparan tanto sus outfits Desde un punto de vista logístico, todo sería más fácil viajando con un grupo de amigos o en pareja. Pero cuando compré un billete de ida a Sudamérica a los 22 años, lo hice sola. Brasil y Bolivia, al principio de mi aventura, fueron un torbellino de fiestas y conocidos. Me uní a los desfiles del carnaval de Río y pase noches enteras en bares de dudosa reputación en La Paz. Por eso, solo cuando llegué al tranquilo pueblo de San Pedro de Atacama, en Chile, fue cuando me sentí, por primera vez, verdaderamente sola.

Viajar solo es cada vez más común. Una quinta parte de las personas entre 25 y 34 años han realizado viajes por su cuenta. Y el número de viajeros en solitario entre los 35 y 44 años se duplicó en el último año. La tendencia es clara: sin un grupo al que consultar, tienes la libertad de hacer lo que quieras, cuando quieras. Pero la verdadera magia de viajar solo está en los desconocidos que, aunque sea brevemente, se convierten en buenos amigos. Yo conocí a una de mis mejores compañeras de viaje en el desierto más seco del mundo.

Llegué a Atacama en plena noche. Me recibieron puertas estilo saloon, calles polvorientas y una fila de hamacas vacías. Después de registrarme en mi hostal, miré al cielo y me detuve. Sin nubes ni contaminación lumínica, las estrellas ardían furiosamente sobre mi cabeza. Los entusiastas de la astronomía vienen a Chile con telescopios precisamente por esto. Pero el resto de la noche, en ausencia de otros huéspedes, enterré la cabeza en el Kindle que había permanecido intacto en el fondo de mi mochila mientras yo me iba de fiesta durante seis semanas. Entre “Tan poca vida” de Hanya Yanagihara y “Gente normal” de Sally Rooney, hice un excelente trabajo deprimiéndome tanto en una sola noche.

El surrealista paisaje de Atacama me sacudió al salir el sol. El terreno rocoso de tonos rojos y una luna que nunca desaparece, le dan al pueblo una aspecto de otro mundo, tan parecido al séptimo planeta del sistema solar que la NASA utiliza este desierto como campo de pruebas para sus misiones a Marte. Me apunté a un tour por el Valle de la Luna, donde nuestro guía tomó fotos mías sola frente al paisaje casi lunar y enmarcado por los Andes. Cielos azules, rocas afiladas de tonos arenosos y pintadas con la sal blanca de ríos secos fueron el escenario de la mini sesión de fotos. Nuestro grupo pasó la tarde nadando en las termas de Puritama y observando el atardecer ámbar del desierto mientras tomábamos pisco sour. Pero al despedirme de las parejas casadas que se dirigían a sus hoteles boutique y regresar a mi hostal, me preparé para otra noche sola. Entonces llegó Anna.

‘The real magic of traveling alone are the strangers we, however briefly, turn into good friends.’ – Lydia Spencer Elliott.

Pero la verdadera magia de viajar solo está en los desconocidos que, aunque sea brevemente, se convierten en buenos amigos.´

A veces, cuando conoces gente piensas cómo vas a presentarte antes de acercarte a decir “hola”. Pero con Anna no recuerdo nuestra interacción inicial. De repente, simplemente estábamos cenando. Charlábamos como lo haría con mis amigos de la escuela, mientras comíamos ensalada de tomate y empanadas. Tenía 18 años, era de Alemania, recién graduada de la secundaria y con planes de ir a la universidad en Reino Unido el próximo año. Escuchaba con atención y sonreía alentadora con cada anécdota íntima que compartimos, probablemente demasiado pronto para dos completas desconocidas. Tomábamos el sol todos los días desde las 10 a. m. hasta el almuerzo, pedaleando hasta el centro del pueblo para mirar los curiosos souvenirs  (figuras de punto, ponchos de lana de llama) a la venta en pequeñas tiendas turísticas. No dejábamos de hablar y contarnos la historia de nuestras vidas. Anna era abierta e inteligente, y yo escuchaba feliz cada una de sus palabras.

Cuando tres días después cargué mi mochila en el taxi que me llevaría al aeropuerto para volar a Santiago, sentí una gran tristeza mientras me giraba y le decía adiós a Anna y su sonrisa tranquilizadora. Aunque pasé menos tiempo con ella que con otros viajeros, nuestras conversaciones eran más familiares que cualquier otra charla de las que había tenido desde que dejé Londres. Por supuesto, seguimos en contacto por redes sociales. “¿Qué tal tu próximo hostal?”, “¡Mira estos nachos!” y “¿Qué canto en el karaoke esta noche?”, fueron algunos de los mensajes que nos mandamos mientras explorábamos el resto de Sudamérica por separado en las semanas siguientes. “¿Cómo estás?”, me preguntó cuando aterricé de vuelta en Reino Unido. “Me siento triste pero también muy rara. No sé qué hacer conmigo misma”, admitió ella cuando regresó a Alemania.

Anna y yo aún hablamos, y me siento orgullosa de ella en la distancia. Fue a la universidad en Escocia para estudiar Administración de Empresas y Psicología antes de hacer un máster en Ciencias del Comportamiento. Ahora trabaja en derecho familiar cerca de Mannheim, viaja con frecuencia y sigue sonriendo mucho. Cuando llegó la pandemia de coronavirus en 2020, fue una de las pocas personas que me escribió para preguntar: “¿Cómo va la cuarentena?”. La considero una de las mejores amigas que hice en Sudamérica. Me hizo sentir que alguien me veía en aquel pueblo de polvo y atardeceres, y desde entonces me demuestra que sigue acordándose de mí.

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