Grandes desiertos del mundo | Los Héroes del silencio

Desierto Namibia

Cuando ves el desierto por primera vez, te quedas muy sorprendido, de la misma manera que te ocurrió si te topaste algún día con el mar o con una gran nevada. Son experiencias afines en cuanto a la cascada de reacciones que desencadena en el espectador, cuya percepción se ve sobrepasada por una sensación análoga: la de la inmensidad; una inmensidad que te deja atónito.

En un principio tus ojos se enfrentan a ese momento con el titubeo de un novato, extendiendo su tímida mirada sobre el infinito manto dorado y recibiendo a cambio un conmovedor impacto visual.

Superados esos segundos, van cogiendo confianza poco a poco y comienzan a sentirse deseosos de hundir su visión en los eternos montículos de arena que están por todas partes, deleitándose así con el momento único e irrepetible de haber descubierto uno de los paisajes más curiosos del planeta. Los demás sentidos, vírgenes en estas lides, se activan al máximo, ansiosos también por atesorar nuevas impresiones en su haber.

Después del bautismo, de haberte sumergido en esta nueva emoción y asumida ya la privilegiada realidad, desarrollas la destreza de mantener en la cima ese instante mágico, disfrutando al máximo del fantástico hallazgo, sintiéndote más vivo que nunca.

La imagen más icónica de estos biomas terrestres es la de grandes dunas anaranjadas, cielo despejado y un sol abrasador, pero lo cierto es que la panorámica puede variar llegando a ser en ocasiones, mucho más insólita de lo que uno cree debido a diversos factores, como la localización, la latitud y altitud, la erosión, las precipitaciones, los vientos y la temperatura. De esta manera hay desiertos costeros, de latitud media, calurosos y secos, cálidos, semiáridos, de frío o de hielo y nieve.

Muchos de ellos poseen récords a nivel mundial: el desierto más árido, el de Atacama en Chile; el más grande y caluroso, el famoso Sáhara del Norte de África; el más frío no polar, el Gobi, ubicado entre Mongolia y China; el más viejo, el de Namib en Namibia; el más rojo, el de Simpson en Australia; el más arenoso, el de la Península Arábiga; el más salado, el de Uyuni en Bolivia; o el más alto y ventoso, el Antártico en la Antártida.

En estos parajes la luz es especial. Además, el cambio de la misma durante el amanecer y el anochecer, es fascinante. La explosión de los colores del fuego, convierten el cielo en un seductor tapiz que se proyecta sobre la inmensa planicie dotándola de una tonalidad más vibrante. Esta estampa te deja absorto y es muy apreciada por los viajeros, ya que constituye una de las experiencias más bellas que almacenan en sus currículums aventureros.

Algunas veces, el viento remueve el polvo poblando el horizonte de espejismos, de ilusiones ópticas que han encabezado las más variadas leyendas. Y en las frías noches, cuando millones de estrellas tintinean sobre tu cabeza, las constelaciones parecen estar más cerca que nuestro propio mundo.

En el desierto reina el silencio absoluto. La sensación es de que el tiempo no vuela por fin, volviéndose eterno para que puedas abrazar, en el retiro espiritual de tus pensamientos, esas reflexiones tan consabidas y románticas sobre lo sencillo de la felicidad.

Su infinidad inspira soledad, convirtiéndose en un lugar ideal para respirar hondo, para sentir sosiego y paz…para perderse o para encontrarse a uno mismo. Tú eliges.

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